De escuincle farsante a iconoclasta

Durante mi carrera en esto de las letras y la enseñanza, aunque especialmente en la lengua, me ha tocado sortear bastante resistencia. Ya en México, arrancando el segundo lustro del milenio, tuve que empezar a ganarme, ¡a pulso!, el respeto de unos cuantos recelosos, no pocos. Por lo demás, simplemente para procurar una auténtica sanidad mental y un entorno digno en el cual vivir, tuve que aprender a reconocer y a, con esto, con rapidez sacudirme de la solapa el polvo de la doblez (aquel talento —a veces congénito, a veces adquirido— de decir lo contrario a lo que se piensa o se siente). ¡Qué va a saber este escuincle!, ¡qué me va a venir a enseñar a mí!, se reafirmaban entre sí, con la mirada o con sus sonrisas socarronas, pero siempre escondidos detrás de las hipócritas maneras que demanda la “buena crianza” o de la vergonzosa trinchera que regala la espalda del afectado. No se trataba de ningún tipo de paranoia chúcara apoderándose sin descanso de mí; alguien cercano me contó con detalles, sin caer en el cahuín barato, eso de qué va a saber este escuincle, qué me va a venir a enseñar a mí, y otras tantas truhanerías dignas del tintero. Claro, era yo aún un mocoso en comparación a ellos. Y para rematar, era extranjero. Ni siquiera la infaltable y cliché relación con mi compatriota Neruda me salvaba; menos lo lograría la que tenía con los que no son cliché, como Mistral, Huidobro, De Rokha, Parra, Rojas, Lihn, Hahn, Millán….

Pasó el tiempo, un lustro más, libros publicados, textos corregidos, clases impartidas, cursos dictados, mucho prestigio a cuestas, y la situación del recelo persistía. No era, pues, asunto de edad a secas. Era algo más o algo distinto. En algún momento llegué a pensar que todo era generado por mi apariencia, nada ortodoxa para un enseñador o un señor de las letras, transgresora, ¡casi hereje!, para quien está acostumbrado a relacionar la prosa y los versos con corbatas y cuellos, o la lengua y su enseñanza con una rectilínea crencha entre dos perfectas y brillosas porciones de pelo, más bigote o barba y, por qué no, tal vez unos anteojos que sirvieran como rótulo de un quehacer serio e intelectualoide. No, no había caso. Lo bueno o lo extraño era que esta peculiaridad sucedía únicamente «en persona»; nadie encontraba motivo para dudar de lo publicado en un libro o una revista. La persona física, la de carne y hueso, era la cuestionable; el tipo que sentenciaba en libros y revistas, el personaje, no.

Otro lustro, y el recelo sí comenzaba a bajar, gracias a Momo. Pero yo también había «crecido», valga el eufemismo, snif. Los recelosos, por su parte, o estaban bajo un metro de tierra o ya se habían jubilado del trajín del menosprecio. Como sea, ya no era entretenido cuestionar al extranjero mocoso y soberbio (!). A propósito —y con esto no quiero poner el dedo ¡con sal! en la llaga—, mucho bajó la desconfianza hacia mí a partir de junio de 2016, luego de la Masacre de Santa Clara. Digo, qué tiene que ver. Si tuviera que especular, sin mucho rigor, claro, diría que el desempeño deportivo de los representantes de mi país de alguna manera se canalizaba en la manera en cómo veían por estos lares mi desempeño.

Los únicos que no han cuestionado mi facultad han sido mis alumnos, desde siempre. Será porque no tienen argumentos o bagaje para chistar. O porque se subordinan incuestionablemente a lo que el conducto regular de la escuela les impone. Quién sabe. Bueno, mi acento, mi personalidad (alter ego en clases) y una elocuencia en mis temas algo han de avasallar.

Hoy ya no soy un escuincle, un cabro chico. Ahora quienes me cuestionan son los raéfilos y los puristas empedernidos. Pero no se trata de mí, de la persona, porque lo hacen en redes y porque ni siquiera saben quién soy (ni cómo luzco). Así que no es un asunto personal; es, más bien, un asunto de ego. En redes, especialmente en grupos de Facebook sobre ortografía y lengua, existe una especie de deporte, uno no muy sano a veces, que consiste en corregirse de manera casi enfermiza. No hablo de errores evidentes; hablo de enésimas patas del gato. Con lupa en mano, pesquisan, olfatean, huelen la sangre. Claro, sangre, porque el potencial impostor podría ser desacreditado ante la comunidad, y bajado de rango, si no llevado al paredón de la vergüenza o al destierro. Y utilizan siempre las mismas herramientas: enlaces a tuits con etiqueta #dudaRAE o capturas de los mismos tuits o de pasajes de la Ortografía de la lengua española de 2010.

Como sea, me siento a gusto con estos últimos. Me caen bien. Mal que mal, son apasionados de la lengua, algo escaso y sumamente valioso en nuestros tiempos. Y por lo demás: jamás han logrado bajarme el rango. Nada de omnipotencia u omnisciencia de mi parte. Simplemente, el recorrido y el oficio no son gratuitos. Tal vez, cuando dejen de ser escuincles, algún día, en un futuro radiante puedan dejar de ver a la RAE como un fideicomiso y, también, puedan ver a la lengua escrita más allá de la morfosintaxis, es decir, como un sistema integrado que incluye especialmente a la semántica y a la pragmática.

Orgulloso escuincle farsante, orgulloso profesor y editor crítico e iconoclasta. El camino no fue fácil ni gratuito, pero fue sin duda productivo, y seguirá siéndolo.