Carpe diem, quam minimum credula postero

3

Hace mucho no viajaba. Hace mucho no sentía aquella sensación de traslación, como una hojuela al viento, exhalada por el cierzo, como el agua en su carril, impulsada por sus pies de torrente. Aunque, en realidad, tal vez ésta era la primera vez que viajaba. Era la primera vez que no sólo se trasfería mi cuerpo de un lugar a otro sino también con él toda mi existencia, amarrada un poco a mis pies y un poco a mis maletas y un poco a mi pecho.

El viaje fue muy largo, aunque placentero; generoso cual romería al limbo, otoñal como la floración al dormir. Aunque, sobre todo, debo aclarar, el viaje fue fructuoso. Eso de dormir en buses, lejos de ser una incomodidad, es una serenidad incomprendida. Y para quienes tenemos la suerte de resucitar, puede ser una predicción, la promesa de existir sin ambages.

Iba solo, estirado entre dos asientos. Mi torso bullía entre el campo anchuroso de aquella copla tapizada, todo a su merced. Mis piernas se concedían a sí mismas toda la autonomía posible entre el territorio inhóspito que encerraban los reclinatorios. Era tanta la comodidad y las palabras del Filósofo de Mesopotamia fueron tan radiantes, que no pude seguir leyendo. Ante tal saciedad era imposible seguir postergando el sosiego o nutriendo el aliento. En un momento, de hecho, el sueño me envolvió entre sus gentiles y tibios brazos.

Impensadamente, iba yo en una cuadriga. Entrando triunfalmente al poblado, me abría paso entre catervas; niños, niñas, mujeres, hombres, ancianos. Todos me saludaban. Todos pronunciaban mi nombre, con total pleitesía y embeleso. Y, desorientado aunque orgulloso, yo sonreía y saludaba con mi palma en alto.

—Jonás, Jonás, Jonás.

—Jonás, Jonás, Jonás, Jonás, Jonás, Jonás.

—Jonás, Jonás, Jonás, Jonás, Jonás, Jonás, Jonás, Jonás, Jonás, Jonás, Jonás.

Quién era ese tal Jonás. Yo no conocía a ningún Jonás merecedor de tanto elogio.

—Jonás, amigo —escuché a través de una voz distinta a la del resto: luminosa, conocida, aliada. Era la voz de alguien a quien mi infancia conocía, también mi despertar.

¡Quién es! ¡Dónde está!

—Jonás, amigo —escuché otra vez.

La cálida voz parecía acercarse. ¡Pero dónde está!

—Jonás, amigo, aquí estoy, a tu lado.

Un estremecimiento me arrebató:

—Jonás, amigo, aquí estoy, a tu lado —repitió, esta vez con más vehemencia, aunque aún con delicadeza.

A pesar del estremecimiento, esta vez terminante, volteé, y vi una cara amable. Me miró con faz de esperanza, con su fe ofrendada a mí, y, luego de ofrecerme una sonrisa tranquilizadora, me regaló sus palabras, con un tono casi etéreo:

Tu ne quaesieris (scire nefas) quem mihi, quem tibi

finem di dederint, Leuconoe, nec Babylonios

temptaris números. Vt melius, quidquid erit, pati!

seu pluris hiemes, seu tribuit Iuppiter ultimam,

quae nunc oppositis debilitat pumicibus mare

Tyrrhenum: sapias, uina liques et spatio breui

spem longam reseces. Dum loquimur, fugerit inuida

aetas: carpe diem, quam minimum credula postero.

No sé cómo, yo entendí todo. Y aún lo entiendo:

No pretendas saber, pues no está permitido, el fin que a mí y a ti, Leucónoe, nos tienen asignados los dioses, ni consultes los números babilónicos. Mejor será aceptar lo que venga, ya sean muchos los inviernos que Júpiter te conceda, o sea éste el último, el que ahora hace que el mar Tirreno rompa contra los opuestos cantiles. No seas loco, filtra tus vinos y adapta al breve espacio de tu vida una esperanza larga. Mientras hablamos, huye el tiempo envidioso. Vive el día de hoy. Captúralo. No te fíes del incierto mañana.