Érase una vez un hombre, o algo parecido.
Una mañana, una como tantas otras, abrió los ojos, como los había abierto en tantas otras ocasiones. Simplemente los abrió; espantó con pesadez el sopor habitual del día que comenzaba, esa modorra clavada más en su alma que en su cuerpo.
Era martes, un martes cualquiera, un martes maravilloso. No obstante, para él sólo era una translación entre ayer y hoy. Las ocupaciones aguardaban; todo el ajetreo debía comenzar. Así, luego de varios minutos, una vez que hubo guardado el letargo en su morral de tránsitos y rutinas, se levantó. En ese momento oye a un ave cerca de su ventana. Y casi inmediatamente, a una ambulancia. La luz entraba cada vez con más intensidad por su ventana, como si el ave encendiera de a poco aquel escaparate; la mañana se llenaba de mundo. La ambulancia se alejó. Pero el ave siguió cantando. Cuatro minutos, cinco, seis, quién sabe cuántos. ¡Qué bello cantar! En aquel tiempo no era bello pero comenzaría a serlo. ¡Qué bello cantar!, ahora. Y así, con la ambulancia distanciándose, la claridad espumando su vestido y un ave invitándolo a vivir, se fugó una porción de tiempo, lejos, más allá de su propio torso temporáneo.
El día era perfecto desde su germen, y lo era ahora, a pesar de que de repente llovía por mogotes. La tierra giraba, el día respiraba. La tierra versaba, giraba, y con cada giro vivía, hacía suya a la vida, iluminaba a la naturaleza, movía voluntades, paría momentos e infantes. El reloj marcaba las 7.12 y el ave, como si fuera un vermú angelical, dejó de cantar, para que algunos gallos rezagados cantaran, aún a esa hora. ¿Era temprano o era tarde? ¡Cómo saberlo! ¡Cómo saberlo en aquel entonces!
¿No te inquieta la penuria clavada en la inercia de tu historia?, se preguntó mientras su taza de café, la única que tenía, luego de caer se convertía en mil partículas y de ellas se formaba un leviatán pardo y jaspeado. Y, luego de esto, las preguntas volaron, una a una, como una parvada que nacía y surcaba ordenada hacia su psiquis. ¿No te inquieta el horizonte tan lejano? ¿No te abruman el día sin día y la noche sin noche? ¿Acaso no te asusta saber que el confín granate se aleja y tu vida se acaba? Tal vez era temprano, muy temprano como para preocuparse; tal vez era tarde, muy tarde para arrepentirse. Tal vez sólo él decidía.
Tal vez el tiempo no era un edicto para el camino, sino una vasija para llenar con vida, con vida de aliento, con vida de periplos, con vida de huellas, con vida de títulos.
¿Ésta es mi vida?, pensó. No. Sí. No. No.
En fin, ese hombre se llama Jonás. Ese hombre soy yo.
Mi mundo no era más que una mazmorra adornada con lujos seglares. Era necesario habitar el verdadero mundo, aquél al que le había dado la espalda. Desde entonces comenzaría a lavar mi alma. Debo moverme hacia lo que quiero —decidí—; debo buscarlo. Tal vez sea difícil, tal vez tarde; pero lo encontraré. Supe, entonces, que no hay hogar si no hay un afuera, un derredor anfitrión, y que ese hogar crece, se espiga en cantos, se despliega en banderas de universo. Supe, entonces, que aún soy un niño, que el mundo me espera. Supe que si el hogar es triste y mudo, entonces no es mi hogar. Debo buscarlo. Supe que soy extranjero mientras no halle mi hogar. Supe que Esquilo sabía y tenía razón.
Llegar a ese puerto llamado vida no es una resolución personal; es un viaje inconsciente, sin saber, sin razón. Pero sí lo es su continuación. Nacemos de improviso en un lugar, en una circunstancia determinada. Fuimos derramados en una vida, derramados en raciones de vida esperando fraguar. ¡Fragüémonos ya! Vivir no es antónimo de morir. Hay también gradaciones, como el día a gotas, como la noche a migajas; y también existe el no vivir. Podemos huir de la vida cuando ésta nos harte, pero ella siempre nos encuentra.
Estamos dando vueltas por el mundo. ¿Por qué no mejor dar vueltas de verdad? Vivir, respirar, sentir, reír, llorar. ¿Y si hago de todo el mundo mi hogar? Es el mundo el lugar que necesito conocer antes de envejecer. Que sea ésta el aforismo perfecto, la melodía de trenes y árboles al atardecer. Habitar el mundo, para hacerlo hogar. Que me ayude Mercurio, que me ayude Hermes; suscítenme Fogg, Bolsón, Finn, Lidenbrock. Quiero el principio del Alma Grande, la decisión de Thích Quảng Đức, la valentía de Espartaco, Brian Boru, Nat Turner, Alfredo el Grande, Galvarino y Caupolicán, el prodigio de Sócrates, la visión de Florence Nightingale, la lucha de Harriet Tubman, la tenacidad de Elizabeth Blackwell, la dignidad de Jean Moulin, la rebeldía astuta de Galileo Galilei, la caridad de Henry Dunant, el tesón y la entereza de Euno, la policromía de Lennon, los ojos de mi madre, la vida de quien seré. Si no las tengo, al menos quiero verlas y aprender.
Tomo la decisión. Quiero que de viejo nunca me falte qué contar; ni al sol le falte fábula sobre mí, ni a mi extenso hogar, una fotografía. Tú, el de anchas espaldas, buscaré al otro lado de la carretera. Y tú, Estagirita, es aquélla mi vocación, lo sé ahora.
Un hogar no sabe a polvo y a inercia; sabe a agua, a pan, a marcha y a descanso. Aún no era tarde; el ave seguiría cantando, porque quería; el gallo también. Aún no camino; pero ya viajo, ya vivo por primera vez.