Aquella terminal era más cálida de lo que había pensado; sabía tibia, sencilla, inmediata, sin aquellos ribetes erróneos plantados desde siempre en mi cabeza: retraídas, álgidas, con aroma a alejamiento, con semblante de ausencia. Era híbrida como una selva risueña, multicolor como el sonido naciente. La gente era un torbellino mestizo, un mosaico impetuoso y rudo que iba entre risas y venía entre primaveras; retoñaba de su pecho la fortuna de una nueva memoria, la bonanza de un reciente renuevo.
Y ahí estaban mis maletas, mis dos pequeñas maletas apostadas a mis pies. Y ahí estaba yo, sentado en un sitial privilegiado, único, mío, decidor. Ahí estaba yo, sentado entre todos, esperando ir a quién sabía dónde. Era el preludio níveo de quién sabía qué, un quién sabía qué con un colofón dichoso, eso sí.
Una voz femenina anuncia la salida a una ciudad con un nombre desconocido, curioso, casi irreal. Una tropilla a mi lado corrió de repente, con emoción, con paroxismo de estrellas transeúntes, luego de escuchar la llamada; igualmente, una comparsa apareció desde el frente con la algarabía de una calesa que despuntaba su impelente. Todos brillaban, y yo, sin saberlo, comenzaba a contagiarme de esa refulgencia de cometas ocurriendo en milagros y haciéndose parte de la tierra.
Y de pronto, ahí, sentado a mi derecha, estaba Néstor, un hombre moreno, alto, aunque encorvado; su cuerpo revelaba muchas avenidas, sus ojos recitaban brega, la escaramuza de cada día y desde siempre, desde antes de nacer. No obstante, era paz, un pacto con el mundo. Sus ojos declamaban, además, lo que yo también sería.
—¿De viaje? —me dice súbitamente y me sonríe con un rictus casi santo.
Pensé en desfundar todo mi escarnio por aquella pregunta tan tonta. Era yo entonces un experto en epigramas de mal gusto, en ataques sin discriminación.
—Sí —respondí al fin, sin sarcasmo, lacónicamente, luego de un flechazo de cordura.
—¿A dónde? —replicó con una sonrisa incluso más santa.
—Pues…
«Pasajeros con rumbo a Almadía: 10:00 horas, andén 13. Pasajeros con rumbo a Almadía: 10:00 horas, andén 13»
—¿A Almadía?
—No.
—¿A Almadía?
—No.
—Cómo viajar a una almadía si vive en una, ¿verdad? —remató, y después descolló su santidad en un ocaso de sonrisa y se fue.
Antes de que yo lograra reaccionar —lo cual en realidad sucedió mucho tiempo después—, Néstor ya estaba lejos, y yo estaba rodeado de otras tantas personas. Junto a mis pies, en ese momento, entre mis maletas, encontré un cartapacio blanco.
Quise hojearlo pero al parecer estaba en blanco. Un cartapacio blanco, y en blanco. ¿Sería de aquel hombre? ¿O era de uno de los tantos viajeros? Seguí hojeando; a ver si encontraba algo. Y sí, había algo, aunque sólo era una palabra: Néstor. Néstor, Néstor, quién es Néstor.
Ese nombre hoy me sabe a pradera, a labrantíos hermanos, a cielos estrellados en mi pupila… Néstor.
En fin, fue el turno de tomar mi viaje: Vallemar. Fue la ciudad que elegí, solo por corazonada, por su nombre. Y tuve razón; desde aquel momento comencé a acertar. Aunque, para ser sinceros, comencé a ser sensato desde que rompí mi única taza.
Luego de guardar mi equipaje, abordé el autobús; subí con un libro y el cartapacio en mis manos. Me senté con el alborozo de quien viene de una borrasca y va rumbo a su nido suave y bendito, tomé mi libro y leí: «Un regalo no es una cesión sino en realidad un préstamo. Éste debe ser coronado y devuelto hecho un mejor regalo. Un regalo es, en realidad, un acto de reciprocidad, de amor recíproco.» Vayas palabras del Filósofo de Mesopotamia.
El apeadero quedaba atrás, y yo esperaba dejar atrás también todo lo que había sido, ese error de cada día, desde siempre o desde quién sabe cuándo. Un rompeolas me abrazaba súbitamente; me sumergía en un infinito nuevo, ultramarino tal vez, eminente tal vez… Pero mío, mío al fin, mío por fin. Vallemar me esperaba. Y yo la esperaba a ella. El Filósofo de Mesopotamia me acompañaba. El cartapacio blanco me acompañaba, sin yo saber lo que eso significaba. ¡Vaya bendición!