IV
Carpe diem, quam minimum credula postero fue lo último que escuché antes de llegar a Vallemar.
Vaya viaje —me refiero al recorrido—. Vaya molicie, una embriaguez en conmoción, una paz en inquietud. ¡Qué fue eso! ¿Era posible que fuera cierto?
Esplendidez de marcha, entretiempo entre polos, frutos en la estación. Es así como lo veo ahora.
*
Vallemar… Confirmé que era un lugar hermoso antes de verlo. Los pasajeros, antes de que el autobús se detuviera, se movían con emoción; se sentía en ellos la algarabía de arribar a una bienaventuranza. Purpuraban sus risas y comenzaban a vivir. Un lugar al que las personas llegan de esa manera, no puede ser menos que fabuloso.
Fui el último en bajar. Costó que reaccionara. Todo era tan colorido. Todo parecía tan distinto a lo que me vida había sido hasta entonces. Y es que es difícil insertarse a un mundo ajeno; aunque no es tan difícil, luego —al menos emocionalmente—, arraigarse y quedarse ahí para siempre.
Caminé lentamente, como un ciego que de repente comienza a ver y no entiende y no asimila. Me detuve antes de llegar a la escalera. Era una ciudad multicolor, pintada con crayolas, parecía. Y, a la vez, todo era serenidad nueva; néctar naciendo. Era, por lo visto, imposible no renacer, firmar en el pecho la predicción de la fortuna, la promesa de existencia sin ambages.
Bajé lentamente la escalera, con miedo —ahora sé— a que todo de repente se derrumbara. Tal vez eran expectativas desmedidas lo que yo creía ver y sentir. Tal vez mis ojos y mi corazón me engañaban, y, en realidad, la vida era ciertamente aquel trecho ceniciento en el que me sepulté durante mucho. El Filósofo y el cartapacio me acompañaron siempre; vieron mi quimera; veían mi expedición de incertidumbres… Al fin tomé mis maletas, y me fui con rumbo a no sabía dónde.
Saliendo de la estación, me topé con un señor delgado, sumamente delgado; parecía estar forrado en una ligera tela color piel. Era exiguo también de estatura, casi desafiando al suelo. Su tez me recordaba a los atardeceres de mi infancia, infancia que parecía haberse escondido imprevistamente, no sabía cuándo. Extendiendo su brazo delgado en dirección casi vertical, el estrecho y diminuto hombre me dice:
—Bienvenido, señor —con el tonillo más apacible que jamás pude haber escuchado en un varón—. ¿Cuántas le pongo? —concluyó, con pertinaz suavidad.
Era yo todavía un ciego. Apenas asimilaba mi llegada; pero aún no mi vicisitud dentro de este nuevo mundo.
—¡¿Qué?! —respondí casi automáticamente, con un tono de sorpresa, aunque los transeúntes y el mismo señor lo sintieron como casi una reniego.
—No se enoje, señor. Discúlpeme usted —contestó con un tono dulce aunque asustado, y luego inclinó su cabeza como en señal de sumisión y petición de clemencia.
—No, no, señor. Discúlpeme usted —respondí con preocupación—. Discúlpeme usted —reiteré—. Me tomó por sorpresa.
El pequeño hombre levantó su cabeza. Descargó su mirada de querube inaudito sobre mí. Y se acercó lentamente, aunque lo más rápido que sus cortas piernas y una anomalía en su cadera le permitían, y nuevamente extendió su mano:
—Tome, se los regalo —me dijo, y al abrir su mano, casi brillando, tres semillas se asomaron—; son para usted.
Después de todo el escarmiento, yo, majadero como casi siempre hasta entonces, seguía sin entender. Tardé unos segundos en reaccionar, segundos que para un ofrecimiento sensato y candoroso, bendito, no era más que aturdimiento y antipatía, ímpetu y cerrazón. La violencia es discorde, y la mesura no cabe en ella, claro está.
Cuando al fin reaccioné, el silencio pareció apoderarse del espacio. Dónde estaba. No sabía. Ahí seguía el señor; ahí seguía su mano, las tres semillas, o cuatro, o cinco o seis, no sabía. Y, de improviso, también la soledad se había apoderado del espacio. Sólo él y yo estábamos ahí. No había nadie más, ni siquiera el retumbo de la existencia moviéndose y respirando.
No recuerdo más. No recuerdo cómo. Las semillas estaban en mi mano. Eran 3. ¿Por qué semillas? ¿Por qué 3?
Vi a lo lejos al pequeño señor alejándose, lentamente. Viéndolo desde lejos, su caminar era conmovedor; su cojera hablaba versículos; su espalda decía todo lo que su boca y sus ojos dejaron pendientes.
Ahí estaba yo, a las afueras de la estación de Vallemar. Yo y mis 3 semillas. Yo y mis 3 semillas, y mi libro y mi cartapacio.
¿A dónde iríamos? No lo sabía.