V
(Disquisiciones a partir de Paz)
Por fin en el destino, por fin en el atrio añil de este hado fulminante. Vallemar, Vallemar. Era una ciudad pequeña, o un pueblo grande, no lo sé. Era lo suficientemente grande como para no conocer su plenitud de primor; aunque lo suficientemente pequeño como para perderse sin perderse.
¿A dónde iría? No lo sabía. Era yo en aquel entonces un desmañado novicio en rumbos. Y de repente, así nada más, lo supe. Iría hacia el norte… Caminé hacia el norte, o eso creí.
(Aún no sé si era el norte.)
Llegué a una plaza. El sol devoraba vestigios ya cambiantes de la peripecia ésta. El cielo estaba desgarrado, abierto; era una zanja tornadiza en la lejanía cada vez más cercana. La claridad se hacía puesta en los muros remotos de Vallemar. Una polvareda huérfana, como una simiente en el desierto, me encontró y la sal me abrazó levemente.
Los fresnos se alzaban, desvelados, y, con esto, sombreaban mi tránsito por aquella hermosa plaza reposada, tan irreflexivamente hurgada, tan compañera, como cardenal de alas siempre extendidas. En sus pasadizos nada confluía más que su gente y su historia, eternamente, sin fin, recorridas una y otra vez, con aquella demencia de la felicidad a cuestas, con el pensamiento en el cielo, eternamente, sin fin, insomne y carente de incertidumbres. Todo me nombraba; parecía que todo ahí tenía mi nombre, todo era yo, yo hecho plaza y gente y vida. Una plaza vacante de mí, hasta aquel entonces. Estaba ahora yo en aquel pecho cobijado, hecho añicos y altares a la vez.
Creí enamorarme de Vallemar. Creí ser para ella. Vallemar, Vallemar, por qué apenas hoy te encuentro… En una pequeña banquita me senté, y tomé mi cartapacio. El día ya terminaba; más allá de los fresnos y su auxilio, se veía al día consumarse. Primera página: la página del día, del arribo, del hombrecito de las semillas, de la plaza, del primor primero. Escribo entonces; diviso y preservo lo que el espíritu pronuncia, el meneo dócil de aquel trance articulado en las pestañas de aquella plaza.
Mis manos desplegaban los velos de Vallemar. Era otra desnudez la de mis palabras, era un vestido distinto, descalzo. Eran el navío de un alma hecha villa. Hacían de ella otra alma, tal vez menos alma, pero mía, más mía.
Y entraba yo en ella. Certidumbre de la oscuridad cercana; entraba. ¿Cómo sería aquella noche, esa noche? Quería ya saborearla, la copa llena de aquel néctar, Vallemar nocturna, en el buqué de mi aprendizaje. Vallemar, ¡arrebátame los ojos y brótalos en ti!, sentí y pensé.
Ya comenzaba a vivir un rocío de noche, sobre la cumbre de aquel regazo sencillo. Los sigilos de las flores, el descanso verde de los capullos.
Y cerré los ojos; y los abrí en el pabellón de su mirada. Era un cauce de paz, un aposento carmesí, despierto, esperándome, con su lenguaje embebido en mí. Había manantiales, banquetas, callejones, gargantas silenciosas; jardines míos, el nuevo vallemarino. Me bauticé con savia del lugar, una carátula para mi piel de extranjero. Y franqueé la duda; llegué hasta el centro de su alma. No había memoria, sólo su quiosco, no había reversa hacia mi vieja vida hecha recuerdos funestos.
Y al fin era de noche. Disfruté tanto la lobreguez tierna y delicada. Pero por más hermoso que fuera aquel lugar, debía buscar resguardo. Seguí caminando, pues, en dirección, según yo, al norte, hasta dar con un hotel.
En el lugar, hatajo de habitaciones y algo más, un reflejo grisáceo, aunque vivo, me ayudó a redimir mi pasado aun más. Medité, sentado en la cama. Y el fantasma de mi pasado ardía, y nacía el danzante del cigüeñal, el de celajes marinos, marinos, mar arenoso, arena en los pies descalzos. El agua, el canto de las olas, de las nubes amables, el vuelo, la arboleda despidiendo benjamines, mi cuerpo despierto. Y ardía el fantasma. El hoy no ardía, tampoco mañana.
Todo, santiamén. Vida, santiamén. Qué importaba, qué lindo era. La vida era un soplo, una estrella de urgencia imprecisa, enrevesada, una gota de fuego, una llama de vino, el parpadeo.
Sus manos cálidas en mi pecho, el afluente de la antigüedad se iba, con su remembranza, huía entre mis ojos, y, lo bueno, no se detenía, y yo lo despedía, feliz. Tal vez o huía el fantasma; tal vez huía yo, huía de mí, clavado en la orilla del pasado, y yo ahora enraizado en este mar…
¿Cómo será su mar? ¿Cómo será el mar de Vallemar? Lo veré mañana.